I
EL HOMBRE
El ser humano nace de la familia, grupo social básico que constituyen sus padres y del cual recibe la vida y cuidados de toda naturaleza. Se desarrolla en el seno de una Comunidad más amplia que se constituyó a lo largo de los siglos y que le proporciona la herencia del pasado, sin la cual no se diferenciaría de la fiera: no sólo los bienes materiales, sino también y sobre todo sus caracteres biopsíquicos y la civilización y cultura de su tradición.
De ahí que el hombre sea un animal social: depende de la sociedad que le da la vida y los medios de aprovecharla plenamente, conforme con su derecho natural de individuo. Tiene, por lo tanto, la obligación, no menos natural, de aportar a la Comunidad todo lo que es capaz de darle y, eventualmente, de sacrificarse por ella.
Sólo en el marco social el ser humano se realiza plenamente, mandando si tiene las cualidades requeridas, obedeciendo si lo necesita para afirmarse en grado máximo; pero nunca aceptando pasivamente la existencia. La Comunidad no es ningún rebaño: para progresar en toda la medida de lo posible, necesita que todos sus miembros, cada uno en el lugar que su capacidad le asigna, luchen constantemente. No se transforma la naturaleza con gozadores; no se vencen los obstáculos con cobardes. El heroísmo es la virtud primera del hombre. Vivir peligrosamente es vivir como ser humano; vivir tranquilamente es subsistir como vaca destinada al matadero. Los hombres Heroicos hacen los pueblos fuertes. Y sólo los pueblos fuertes hacen la historia.
II
LA COMUNIDAD
Natural o voluntariamente, el ser humano forma parte de distintos grupos sociales y asociaciones de naturaleza diversa, cada uno de los cuales tiene su orden propio que se opone en alguna medida al de los otros y que permanecen unidos, sin embargo, por vínculos de solidaridad más fuertes que sus antagonismos. El hombre es miembro de una familia, de un taller, de una parroquia, de un club deportivo, etc., fuera de los cuales no podría ni procrear, ni producir, ni rezar, ni divertirse. Las familias agrupadas en cierto territorio constituyen un municipio; varios municipios, una provincia; varias provincias, una nación. Y lo mismo ocurre, o debería ocurrir, con los demás grupos de función común.
La Comunidad se presenta, pues, como una pirámide de federaciones diferenciadas que desempeñan cada una su papel particular en el seno del organismo social. No se trata de un mero conglomerado, sino de un conjunto unitario que nace, se desarrolla y muere como un individuo. Surgida del pasado, la Comunidad crea su historia afirmándose en el presente por adaptación a condiciones de vida siempre cambiantes y se proyecta en el futuro con una masa de posibilidades que le corresponderá a ella hacer reales o rechazar en el olvido.
Para afirmarse cada vez más, la Comunidad nacional tiene que ser dueña de su destino. Esclavizada por una potencia extranjera o proletarizada por la finanza internacional, la nación no puede sino sobrevivir, humillada y explotada. Pero tampoco puede dar lo mejor de sí misma cuando una fracción de sus integrantes la gobierna en provecho propio o explota el trabajo ajeno. No hay Comunidad nacional sin soberanía política, independencia económica ni justicia social.
III
EL ESTADO
Los grupos federados que constituyen la Comunidad no sólo están destinados a coexistir, sino también a colaborar, en el sentido preciso de la palabra, como los miembros de una familia. Tienen que desempeñar cada uno su papel particular en el seno del organismo social. Sus funciones respectivas son complementarias. No se puede concebir una harmonización de tantas actividades diversas e interdependientes sin un orden jerárquico, que implica el mando. Es ésta la razón primordial por la cual toda Comunidad posee un órgano especializado en conducción política: el Estado. A él corresponde dar a la multiplicidad necesaria de los grupos y federaciones la unidad sin la cual no habría sino el caos.
Para conducir a la Comunidad, el Estado necesita conocerla, y no sólo en su realidad presente. No puede crear la historia sin saber de dónde vienen los elementos de que dispone, o sea sin aprehenderlos en su evolución. Para poder proyectar la intención histórica de la nación, el Estado debe interpretarla y, más aún, encarnarla.
También debe dar a las fuerzas internas del cuerpo social la unidad y continuidad que no poseen espontáneamente. De los grupos, asociaciones y comunidades intermedias surgen dinamismos que constituyen la “materia prima” de la duración comunitaria. Pero tales dinamismos tienden a desgastarse en antagonismos estériles que el Estado tiene que superar, haciendo que las fuerzas hostiles concurran a la afirmación nacional.
IV
LA SUBVERSIÓN BURGUESA
A fines del siglo XVIII o principios del XIX el orden social natural fue quebrado por un fenómeno patológico cuyas consecuencias seguimos padeciendo. Grupos marginales de la sociedad comunitaria, que se dedicaban al comercio de ultramar y, clandestinamente, al préstamo a interés, se habían enriquecido sin conseguir con ello más que comodidades materiales. Aspiraban al poder y, después de un largo proceso de subversión ideológica, lograron apoderarse del Estado francés y posteriormente, por la fuerza o la propaganda, de los demás Estados del mundo occidental.
La burguesía adaptó entonces a sus necesidades las estructuras del Estado, convirtiéndolo de órgano rector de la Comunidad en instrumento de su propia dominación. Pero las “fuerzas de ocupación” estaban divididas en numerosos grupos competidores, debido a su misma naturaleza mercantil. Con el fin de que ninguno de dichos grupos pudiera desplazar a los demás, la burguesía triunfante dividió al Estado en tres poderes autónomos e hizo depender los cargos públicos más importantes de un proceso electoral individualista. Cada grupo constituyó su propio partido. Reservado, en un primer momento, a los burgueses mediante el sufragio censal, el derecho de voto fue extendiéndose paulatinamente a medida que se conseguía adoctrinar al pueblo gracias al monopolio de los medios de difusión: escuela y prensa. Si una elección daba, a pesar de todo, resultados insatisfactorios, siempre se la podía anular.
Así quebradas su unidad y su continuidad, el Estado ocupado por la burguesía era sumamente débil. No podía, pues, tolerar la existencia de comunidades intermedias poderosas, a las cuales no estaba seguro de poder imponer su voluntad. De ahí que disolviera los gremios, avasallara la iglesia y hasta, en algunos países, dividiera las provincias históricas. Su meta era convertir al pueblo organizado en una masa de individuos aislados, “nacidos expósitos y destinados a morir solteros”, como dijo Renan. Pues, por débil que fuera, el Estado burgués siempre podía dominar a un rebaño de seres humanos indiferenciados. En nombre de una Libertad mítica e irreal, la burguesía se empeño en quitar al hombre los fueros y libertades de que gozaba anteriormente en virtud de su función. Y lo consiguió en gran medida.
V
EL CAPITALISMO
Con el régimen demoliberal, el dinero se convierte en la fuente exclusiva del poder. La disolución de los gremios y la legalización del préstamo a interés eliminaban todo obstáculo al enriquecimiento mediante la explotación del hombre por el hombre: del hombre pobre por el hombre rico; del productor al parásito.
Prometiendo a los demás la libertad política, la burguesía se aseguró la libertad económica, que utilizó para anular la primera. Pues la Libertad era indivisible, absoluta para todos: para el fuerte y para el débil, para el rico y para el pobre. O sea, como dijo Julio Guesde, para el zorro y para la gallina: ¿por qué la gallina se quejaría de que el zorro se la comiera si ella tiene plena libertad de tragarse al zorro?
Con su riqueza hasta entonces inutilizada, los burgueses abrieron manufacturas y el libre artesano de antaño se convirtió en un asalariado. No fue más dueño de sus herramientas ni del producto de su labor. Se limitó a vender su trabajo al capitalista, quien fijaba el precio en función de la “ley” de la oferta y de la demanda. Claro que el obrero tenía absoluta libertad de no aceptar el trato y en consecuencia, como también lo dijo Julio Guesde, de morirse de hambre.
Así se dividió la sociedad en clases: por un lado, el conjunto de los detentadores de los medios de producción, o sea, la burguesía capitalista; por otro, el conjunto de los asalariados, o sea, el proletariado; entre las dos, el conglomerado de todos aquellos que no revistaban en ninguno de los bandos, o sea, la clase media. Otrora estamental, vale decir funcional, la estratificación de la Comunidad se hacía económica: los explotadores, los explotados y, en el medio, los que no eran netamente ni lo uno ni lo otro.
VI
EL CAPITALISMO DE ESTADO
Carlos Marx preveía, a mediados del siglo pasado, que el capital se iría concentrando en un número de manos cada vez más reducido y que la clase media sería absorbida por el proletariado. Tales predicciones no se han cumplido en el mundo liberal. Por el contrario, los dueños del capital se han ido multiplicando y las clases medias se amplían constantemente, absorbiendo a sectores cada vez más importantes de la clase obrera. La minoría burguesa, que había sabido conquistar el poder a sangre y fuego en los decenios que siguieron a 1789, evidentemente ya no era la misma. Se había ablandado con la vida fácil y se manifestaba incapaz de llegar al soñado monopolismo integral.
De repente, en 1917 y en un país, Rusia, donde el capitalismo, embrionario, aún no había logrado imponerse, una minoría insurrecta, muy semejante por su composición a los jacobinos, se adueño del poder y, a través del Estado ocupado por ella, se convirtió en el único detentador–colegiado- de los medios de producción, de difusión y de represión. A lo largo de los años, esa minoría combatiente se fue transformando en una oligarquía tecnoburocrática cerrada, que supo realizar un capitalismo perfecto, evitando los escollos del liberalismo. Fuera de ella, sólo había proletarios indefensos, cuyos sindicatos no eran sino instrumentos de poder del Estado-patrón.
Entre el capitalismo liberal y el capitalismo estatal no existía, pues, -ni existe- otra diferencia que la que procede de distintos grados de cohesión y eficacia. Tal diferencia era más marcada que hoy en vísperas de la segunda guerra mundial. Desde aquel entonces, y especialmente en los últimos años, el sistema soviético se ha ido liberalizando hasta reintroducir el lucro y la competencia entre las empresas, mientras que el sistema liberal se iba endureciendo como consecuencia de la guerra, con intervención cada vez mayor del Estado en la conducción de la vida económica.
VI Bis
EL SINDICALISMO
No se podía esperar, por supuesto, que los asalariados aceptaran pasivamente la situación que se les imponía. Muy pronto, proletarios más conscientes y más valientes que los demás empezaron a organizarse para la lucha. No constituían sino una minoría ínfima, pero dura y decidida. Con un heroísmo digno de los tiempos homéricos, como muy bien dijo Jorge Sorel, supieron interpretar a la clase obrera y alzarse contra el sistema democapitalista. Como un ejercito en guerra, en medio de la incomprensión y, a menudo, de la hostilidad de sus compañeros de miseria, subieron al asalto del Estado burgués, con la única arma de que disponían: la huelga. Arma insuficiente, ésta, por cierto. Pues los patronos, dueños del poder comunitario, recurrieron a la policía y, de ser preciso, al Ejército. El sindicalismo revolucionario, como tal, fracasó.
Paradójicamente, los héroes de la lucha de clases consiguieron, sin embargo, una serie de victorias en el terreno en que menos las buscaban. Las huelgas aisladas –pues la misma condición proletaria nunca permitió llevar a cabo los grandes proyectos de huelga general- no inquietaban sobre manera al Estado burgués, pero sí perjudicaban a los patrones contra los cuales se hacías. Para quitar a los líderes revolucionarios el apoyo de la masa de los asalariados, basta con ceder ante sus reivindicaciones materiales y aumentar un tanto los salarios. Las condiciones de vida y de trabajo de los obreros empezaron así a mejorar. No faltaron entonces dirigentes sindicalistas para pensar que más valía abandonar un combate sin esperanza y negociar con la burguesía la incorporación pacífica del proletariado al sistema vigente, a cambio de ventajas cada vez mayores. Los héroes dejaron el lugar a mercaderes que sustituyeron la lucha por el regateo y la componenda. El sindicalismo reformista no representaba ningún peligro para la burguesía. Antes al contrario, garantizaba la permanencia del régimen demoplutocrático. Entonces, los sindicatos mediatizados fueron autorizados por ley, ya meros apéndices, ruidosos pero tranquilizadores, del sistema imperante.
Con el tiempo, la clase obrera de los países más industrializados se fue aburguesando. En cuanto a sus condiciones de vida, se diferencia muy poco, hoy en día, de las clases medias. Pero sus integrantes siguen siendo asalariados, subesclavos bien alimentados. Sus dirigentes han llegado a constituir una oligarquía capitalista, no sólo la buena vida, sino también, directa o indirectamente, el poder. Son empresarios como los demás, mancomunados como los demás para la defensa del sistema.
VII
EL PODER SUPRANACIONAL
El más craso error que se pueda cometer al estudiar el mundo de hoy es el de creer que capitalismo liberal y capitalismo estatal son enemigos irreconciliables. En realidad, no pasan de competidores, como podían serlos potencias demoliberales del siglo pasado. Rivalizan por el dominio de colonias y mercados, pero se encuentran solidarias cuando el sistema común está en peligro. Lo demostró a las claras la segunda guerra mundial como también, en nuestro país, el contubernio de liberales y comunistas en 1945 y 1955.
Más aún, todo parece indicar que existe, por encima de los bloques demoplutocrático y soviético, una potencia supranacional que los maneja a su guisa. Está probado que un consorcio bancario internacional subvencionó abundantemente a Trotsky en 1917. No fue, evidentemente, un hecho accidental. La gran finanza no tiene patria, sino solamente intereses. Guerra fría y conflictos localizados no son sino episodios de mutua conveniencia, que permiten a los Estados Unidos mantener a flote su tambaleante economía y a la Unión Soviética reforzar la tensión interna sin la cual su imperios correría serio peligro de desintegrarse. Lo más probable es que quienes atienden, en Washington y en Moscú, el teléfono que une la Casa Blanca al Kremlin hablen un mismo idioma, y que este idioma no sea ni el ruso ni el inglés.
VIII
EL MOVIMIENTO REVOLUCIONARIO
No faltaron, en el siglo XIX, grupos revolucionarios que se alzaran contra el poder burgués. Pero su enfoque del problema era parcial. Unos, salidos de las clases medias, luchaban por la liberación del Estado y, a través del Estado, de la Nación. Otros, formados en el seno del proletariado, buscaban liberar a la clase obrera de la opresión capitalista. No se daban cuenta que su enemigo era el mismo: la minoría burguesa que, dueña del poder político, avasallaba la Comunidad y explotaba a los productores. A menudo, por mutua incomprensión, nacionalistas y socialistas se enfrentaban, neutralizándose, debidamente incitados al efecto por agitadores a sueldo.
Para que la revolución auténtica se hiciera factible, fue preciso que los grupos nacionalistas tomaran conciencia de la opresión capitalista que ellos sufrían exactamente como el proletariado, y que los grupos obreros tomaran conciencia del avasallamiento de la Comunidad histórica por la oligarquía burguesa. Entonces sí surgieron movimientos revolucionarios nacionales que supieron realizar la síntesis del nacionalismo y del socialismo, del espíritu de tradición y del espíritu de revolución. Negando los antagonismos anticuados, estos movimientos constituyeron verdaderos Estados supletorios que se hicieron los instrumentos de la intención directriz de sus respectivas Comunidades.
Las revoluciones nacionales de nuestro siglo se realizaron en dos estadios. El primero consistió en la liberación del Estado de la ocupación burguesa, lo que implicaba la reestructuración funcional. El segundo, en la liberación de la Comunidad y, en especial, del proletariado, de la explotación económico-social que padecían, lo que implicaba la transformación total del sistema capitalista de producción y distribución. Lo segundo era más difícil de realizar que lo primero: la historia reciente lo prueba.
IX
LA REVOLUCION NACIONAL JUSTICIALISTA
En nuestro país, el proceso revolucionario se desarrollo de un modo un tanto diferente. El golpe militar del 4 de junio de 1943 ya había liberado el Estado, con un enfoque exclusivamente político, cuando surgió el peronismo, integrado por grupos nacionalistas civiles y por la gran masa obrera. El movimiento revolucionario no se había constituido, depurado ni fogueado en la lucha. Carecía de doctrina y de cuadros y hasta, dividido en partido y gremios, de unidad orgánica. No supo endurecerse ni unificarse desde el poder. Antes al contrario, cometimos el error de permitir –y a veces imponer- la afiliación indiscriminada al partido, debilitándolo así aun más. Sólo los gremios constituían una fuerza coherente, pero incompleta por su mismo carácter clasista,
Por otro lado, la revolución nacional justicialista estalló y se desarrollo en el momento internacional más difícil. Vencida en el país, la Unión Democrática dominaba el resto del mundo con el nombre de Naciones Unidas. La presión política y militar de los aliados había sido muy seria –en algunas oportunidades, irresistible- en los años anteriores y permanecia latente. Cambiar brutalmente las estructuras políticas y económicas hubiera sido considerado una verdadera provocación, con posibles consecuencias sumamente peligrosas para nuestra misma soberanía.
El Estado justicialista tuvo, por lo tanto, que actuar dentro del marco institucional creado por la oligarquía, o sea con instrumentos inadecuados a sus propósitos. Se limitó a dar un nuevo sentido a formas caducas. En el campo político, la mayoría electoral que lo respaldaba le permitió gobernar sin suprimir el régimen de partidos. En el campo económico, el macizo apoyo de los gremios le permitió instaurar la justicia social sin destruir el capitalismo. Sólo en los últimos tiempos de nuestra primera época de gobierno, un tanto relajadas las tensiones internacionales, pudimos empezar a quitarnos la careta. Las constituciones de La Pampa y El Chaco hicieron su lugar a la representación sindical y se socializaron algunas empresas. Pero, salvo estas pocas excepciones, por lo demás incompletas, la revolución nacional justicialista se limitó a eliminar efectos de causas estructurales que permanecían, constitucional y legalmente, en vigencia. Bastó, en 1955, un intrascendente golpe insurreccional para que el régimen demoliberal volviera a funcionar como si nada, o casi nada, hubiera cambiado desde 1943.
X
HOY: DOCTRINA Y MOVIMIENTO
Hay que aprender las lecciones de la batalla perdida. Muchos entre nosotros, pero no todos, han sabido hacerlo a través de diez años de persecución y de lucha. Sin embargo, nuestro movimiento sigue siendo gregario, cuando sólo las minorías operantes, expresión legítima del pueblo, son capaces de hacer revoluciones. Tenemos a millones de electores; no tenemos a los pocos miles de militantes organizados que nos son imprescindibles para dar victoriosamente el asalto al poder burgués.
No se puede organizar a fuerzas revolucionarias sin darles previamente la formación doctrinaria sin la cual no hay disciplina ni conciencia de los objetivos a alcanzar. Mucho se ha hecho, en los últimos años, para precisar las grandes líneas ideológicas del justicialismo. Nuestros historiadores revisionistas ya han ganado la batalla, en su campo, y la mitología liberal ya no engaña a nadie entre nosotros. Nuestros sociólogos y economistas han profundizado científicamente nuestra doctrina, especialmente en sus aspectos estructurales. Hoy, la Escuela Superior de Conducción Política del Movimiento está dando a esta tarea una orientación orgánica y normativa y empieza a formar nuestros militantes.
Queda por constituir, en el seno del Movimiento, una milicia combatiente que sepa encarnar, con espíritu heroico, al pueblo revolucionario todo, al margen de la estratificación clasista que nos impuso el capitalismo burgués y que sueñan en hacer perdurar los ideólogos marxistas, fieles a esquemas superados.
XI
MAÑANA: EL ESTADO COMUNITARIO
Volveremos, muy pronto, a liberar el Estado. No deberá, entonces, permanecer ningún resabio institucional de la ocupación burguesa. El Estado debe responder a nuestra realidad y a nuestras necesidades, no solamente en sus intenciones y sus obras, sino también en sus estructuras.
La nueva Constitución Justicialista asegurará la unidad y continuidad del Estado en la persona de su Jefe, situado por encima de los tres poderes institucionales. Garantizará una auténtica representación popular a través de las comunidades intermedias y cuerpos constituidos de la nación: provincias, gremios, Iglesia, universidades, fuerzas armadas, etc. Respetará y fomentará la autoconducción y los fueros de los grupos sociales y comunidades intermedias.
Así el Estado estará en condiciones de desempeñar satisfactoriamente sus funciones: todas sus funciones, y sólo sus funciones.
Esto supone, naturalmente, la supresión total y definitiva de los partidos políticos que constituyen los instrumentos del engaño demoliberal. Ni la Comunidad está hecha orgánicamente de partidos, ni una parte de la nación, en pugna con las demás, puede expresar validamente la intención histórica del todo, unitario y complejo a la vez. Sólo en Estado soberano, librado de la ocupación clasista y partidista, tiene por misión conducir a la Comunidad con vistas a su cada vez mayor afirmación.
XII
MAÑANA: LA EMPRESA COMUNITARIA
Considerada en su aspecto funcional, la empresa es una comunidad jerarquizada de productores, diversamente especializados, que aúnan esfuerzos para fabricar determinado artículo o prestar determinado servicio, valiéndose para ello de las herramientas o máquinas que impone la técnica moderna.
Considerada, por el contrario, en su aspecto legal, esta misma empresa no pasa, hoy en día, de ser un mero capital que compra máquinas, materias primas y trabajo. Pura ficción. Pues si con un golpe de varita mágica se suprimieran los dueños del capital, la empresa seguiría funcionando sin la menor perturbación, mientras que pararía y desaparecería si se eliminasen los productores.
No basta, por lo tanto, mejorar el nivel de vida del proletariado. No basta dar al productor el lugar que le corresponde en la Comunidad. No resuelve nada cambiar el capitalista sustituyendo la oligarquía burguesa por una oligarquía burocrática. Lo que hace falta es suprimir el salariado, devolviendo a la empresa, aprehendida en su realidad orgánica, la posesión y, de ser posible, la propiedad de su capital, así como la libre disposición del fruto de su trabajo.
Cualquier ente social –individuo, grupo o comunidad- tiene el derecho natural de poseer los bienes que le son imprescindibles para subsistir y realizarse plenamente. El municipio, por ejemplo, tiene naturalmente derecho a la propiedad de la vía pública o de la red de alumbrado. El municipio en sí, no la suma de sus habitantes. Cuando alguien viene a instalar en una ciudad, no tiene que comprar su parte de calle ni de usina; ni la vende cuando se va. La empresa es también un ente social independiente de sus integrantes individuales del momento. Es ella la que tiene que ser dueña de su capital, al que encontrará y usufructuará el productor entrante y dejará para su sucesor el productor saliente. Esto vale tanto para la empresa industrial como para la empresa agropecuaria. Los reformistas pequeños burgueses que quieren lotear las unidades orgánicas de nuestro campo fomentan el minifundio y la miseria. La tierra debe ser de quienes la trabajan, como las máquinas de quienes trabajan en ellas. Tal principio no supone, en absoluto, el parcelamiento de la propiedad de los instrumentos de la producción, sino la supresión de las propiedad individualista de bienes que otros –individuos o grupos- necesitan. O sea la supresión del parasitismo en todas sus formas.
Eliminado el parasitismo capitalista, las clases desaparecerán ipso facto. No habrá más burgueses ni proletarios, sino productores funcionalmente organizados y jerarquizados en sus empresas.
El gremio perderá entonces el carácter clasista que le ha impuesto una lucha necesaria cuya responsabilidad no lleva y volverá a convertirse en una federación de empresas comunitarias, con el patrimonio asistencial que necesita y los poderes legislativos y judicial que definirán sus fueros. En cada gremio, un banco distribuirá el crédito entre las empresas, dentro del marco de la planificación y conducción económica del Estado Nacional.
La revolución justicialista no busca, pues, llegar a una componenda entre capitalismo individualista y capitalista estatal, ni “mejorar las relaciones entre capital y trabajo”. Repudia íntegramente cualquier forma de explotación del hombre por el hombre y quiere volver, en todos los campos, al orden social natural. Es éste el sentido de nuestra TERCERA POSICIÓN.
Escuela Superior de Conducción Política
del Movimiento Nacional Justicialista
Decano: Tte. Gral. JUAN PERON
Secretario Nacional: Licenciado Hugo Petroff